La imagen de los 200 escaladores del Everest haciendo cola para llegar a la cumbre de la montaña más alta del mundo es una metáfora de lo que sucede en el mundo de los viajes.
La fotografía fue tomada por el alpinista Nirmal Purja, un nepalí que está cumpliendo el reto de ascender a los principales “ochomiles” en tiempo récord. Como él mismo ha explicado, cuando bajaba de la cumbre a duras penas por la cantidad de personas que intentaban ascender, se dio la vuelta y pulsó el disparador de su cámara.
Al Everest le ha pasado lo mismo que a Venecia, Barcelona, Palma de Mallorca u Holanda, por citar sólo algunos destinos. La irresponsabilidad de la mayoría de los turistas, y de las instituciones, ha prostituido determinados puntos del planeta. Hace pocas semanas, el organismo que se encarga de la promoción de Holanda revelaba que no quiere más turistas en el país y que su objetivo es gestionar el flujo de personas que llegan al mismo. En Barcelona, la afluencia de visitantes y cruceros de los últimos años ha modificado barrios enteros de la ciudad, provocando la protesta de sus habitantes. Y Venecia es conocida por la saturación turística que sufre el municipio.
Precios más baratos en los viajes (en muchas ocasiones es más económico un vuelo a Japón que el alquiler de un mes de vivienda), el incremento de los ingresos en algunos países (como China) y la posibilidad de llegar a un mayor número de clientes gracias a Internet han hecho posible una explosión turística que va a más y que nadie quiere contener (más de 1.000 millones de personas viajan cada año). Y al Everest le ha pasado lo mismo, con la connivencia del Gobierno de Nepal, que ha emitido 381 permisos para ascender la montaña, a 11.000 dólares cada uno. En total 4,19 millones. También ganan las empresas de guía (y los propios sherpas) que llevan a los turistas hasta la cima del monte. Un negocio redondo al que nadie quiere renunciar.
Y en estos tres pilares (destinos-gobiernos, turistas y empresas) se encuentra el quid del asunto. Vivimos en la era de “usar y tirar”. Portales como Airbnb o Uber (y sus mensajes de marketing) nos hacen creer que podemos acceder a productos y servicios que antes estaban destinados a muy pocos. Los billetes de avión han visto descender sus precios de manera pronunciada en la última década (hasta un 30%). Las agencias de viajes online como Booking o Expedia venden paquetes (vuelo, hotel y actividades) a precios de derribo. La moda del momento es vivir experiencias o viajar “like a local”, que ya es lo sublime. Todo lleva a pensar que cualquiera puede desplazarse a cualquier lugar del mundo. Y este es el objetivo de las grandes empresas (no olvidemos, participadas por fondos de inversión que sólo buscan rentabilidad): vender más, hacer más dinero e inyectar la necesidad en el cliente de volver a comprar. Lo que suceda en los destinos en que operan o a los que mandan a esos viajeros les importa muy poco.
Los destinos (y quienes les asesoran) no lo han visto venir y, si lo han visto, se han dejado llevar por los dos mantras fundamentales del político (y del gestor de lo público): ingresos por impuestos y empleo. La calidad del trabajo que se cree, la sostenibilidad del destino y la reversión de esos impuestos al ciudadano y al municipio les da igual. Hasta que ha surgido el fenómeno de la “turismofobia”, que no es más que el hartazgo de los ciudadanos que sufren el asalto del turista idiota, es decir, el maleducado con dinero (aunque sea poco) que decide gastarlo en vacaciones de borrachera, escándalo o vandalismo.
La cuestión clave es: todo esto, ¿para qué? De un viaje (y un turista) cuyo objetivo era comprender otras culturas hemos pasado a una caza y captura de experiencias y fotos. Y la inmediatez de todo el ecosistema digital y vital nos impide reflexionar sobre lo que hemos experimentado y sobre la huella que dejamos en los lugares que visitamos. Reflexionar de forma íntima (de los blogs que surgen como setas con estas experiencias hablaremos otro día). No importa, lo relevante es decir que estuvimos allí. Aunque no sepamos con qué fin.